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Estás en un concurso de televisión. Eres el más listo de la clase y has superado a todos tus contrincantes. Entre fanfarrias y deslumbrantes juegos de luces te muestran el dilema final; lo que te separa de la gloria catódica y el dolce far niente. Son tres puertas. El presentador te informa de que detrás de una ellas hay un maletín con un millón de euros, y que detrás de las otras dos hay cabras. Salvo que seas muy amante de lo rural, te seduce la idea de ganar un milloncejo, así que eliges una puerta al azar. Una cualquiera. En ese momento las probabilidades de elegir la puerta correcta son de una entre tres. Pero esto es televisión, hace falta tensión y drama. El presentador abre una de las otras dos puertas y te enseña una cabra que está aún más nerviosa y deslumbrada que tú. Y llega la pregunta clave: «¿Quiere usted cambiar de puerta?». El concursante no tiene mucho tiempo para pensar pero tú, lector, puedes parar de leer ahora mismo y meditar sobre tus opciones…
Aun así, aunque te pares a pensar, es probable que llegues a la misma conclusión que el 99 por ciento de la gente. Da igual cambiar de puerta o no; es puro azar y yo ya he elegido. Antes tenía una posibilidad entre tres, ahora una entre dos; mis opciones han mejorado algo, pero no demasiado y, en el fondo, todo sigue estando en manos de la casualidad. Ya le he dado un arreón a la rueda de la fortuna. Dejaré que ruede.
Si tu decisión ha sido no cambiar de puerta «porque casi que daba igual», siento decirte que has cometido un error. Todos lo cometemos. A menudo todos damos por hecho lo que no es así, bien guiados por intuiciones defectuosas, por no pensar lo suficiente, o por creencias erróneas. El dilema del concurso es un sencillo problema matemático que viene a ilustrar lo que Thomas Gilovich, profesor de Psicología de la Universidad de Cornell, llamaba en su libro How We Know What Isn’t So (Cómo sabemos lo que no es así) «la falibilidad del razonamiento humano en el día a día». Si no damos nada por hecho y analizamos con frialdad la situación entenderemos, sin necesidad de sacar la calculadora científica, que con bastante probabilidad al otro lado de la puerta que habíamos elegido esperaba una cabra. Al enseñarnos la cabra tras la otra de las puertas, y no hay que olvidar que el presentador sabe perfectamente dónde están las cabras y dónde el premio, casi se nos conmina a cambiar. Sabemos dónde está una de las cabras, sabemos que detrás de nuestra puerta es muy probable que haya otra, sabemos que la puerta cerrada ha «absorbido» la probabilidad de la que hay abierta. Nuestras opciones si no cambiamos son de una entre tres, pero si cambiamos son de dos entre tres. Dos tercios. El doble. Debemos cambiar. Pero hay que pararse a pensar antes, claro. La situación se revela mucho más cristalina si multiplicamos el número de puertas y de cabras. Si tuviéramos delante cien puertas —noventa y nueve cabras y un millón de euros—, nos abrieran noventa y ocho (con sus respectivas noventa y ocho cabras saludando al tendido) y nos invitaran a replantearnos la elección original, solo un arrebato de estupidez supina nos mantendría pegados a esa primera elección. Pensemos más y, sobre todo, mejor. Con cien puertas cerradas, es casi seguro que hemos elegido una cabra. Noventa y nueve posibilidades entre cien de irnos a casa con ganado caprino. Cuando alguien abre noventa y ocho de las otras puertas, alguien que sabe dónde está el maletín del millón de euros, es evidente, obvio, salvo que dominemos la percepción extrasensorial o la visión de rayos X y nuestra primera elección hubiera sido la correcta, que es en la otra puerta que queda cerrada y no en la nuestra donde encontraremos un maletín lleno de dinero. Pero todo a su tiempo, más adelante también hablaremos en estos artículos de percepción extrasensorial.
No son aquellas cosas que desconocemos las que nos meten en problemas, sino aquellas que no son como creemos que son. (Artemus Ward)
Este artículo no pretende mirar a nadie por encima del hombro, no se titula «La gente es tonta, así en general». Porque, o nadie lo es, o todos lo somos. La gente no alberga creencias cuando menos cuestionables por mera idiotez o por ingenuidad. Al contrario. La evolución nos ha provisto de poderosas herramientas intelectuales para procesar enormes cantidades de información con bastante tino y eficacia. Nuestros malos juicios, creer que algo es lo que no es, derivan de una mala aplicación de esas herramientas. A veces, sencillamente, nos pasamos de listos (o de confiados). En palabras del sociólogo Robert K. Merton, en su estudio The Self-fulfilling Prophecy (Profecías autocumplidas), «la gente se aferra a creencias erróneas porque, para ellos, parecen ser producto de su propia experiencia». Además, este mundo, tan cambiante, tan lleno de variables, en vez de ofrecernos información clara y certera que nos lleve al conocimiento nos llena la cabeza de datos desordenados, o poco representativos, o ambiguos, o inconsistentes, o de segunda o tercera mano. El mundo, como dice Gilovich, no juega limpio con nosotros, pero nosotros podemos estar mejor preparados de lo que lo estamos para sus golpes bajos y sus maniobras de distracción. Sin embargo, nadie arregla lo que no cree que esté roto; hacen falta motivos, razones, para que una cierta fuerza de voluntad nos permita analizar y torcer todo lo que preconcebimos o nos tragamos cual oca con un embudo en el gaznate.
Así que, ¿por qué molestarnos en cambiar lo que, en realidad, ya nos va bien para ir tirando? Bueno, uno solo está dispuesto a cambiar si algo le toca el bolsillo, la salud o los principios más básicos. Pero mientras decidimos si lo que creemos que es así (pero no lo es) afecta a nuestra cuenta bancaria o a nuestra escala de valores, podemos acordarnos aquí de nuestros amigos los rinocerontes, de los osos negros americanos o de las focas. La superstición, que no deja de ser una creencia errónea, ha conducido a la casi extinción de los rinocerontes africanos, cuyos cuernos, creen algunos, encierran propiedades afrodisíacas. La superstición mataba a unos trescientos osos negros al año en las Great Smoky Mountains porque en Corea del Sur se cree que sus vesículas biliares son mano de santo para la indigestión. Y la superstición rebanaba los penes de las focas —cuarenta mil penes de foca se llegaron a encontrar, a principios de los años noventa, en un almacén de San Francisco— en beneficio de una supuesta mejora en la potencia sexual del varón humano. No, la naturaleza no puede someterse a nuestras supercherías y nosotros, como parte interesada de ese ecosistema, tampoco deberíamos hacerlo. Aunque estés muy a favor de la caza, los toros, y la sumisión de cualquier criatura no racional ante el macho alfa de la evolución terráquea, has de saber que ni los cuernos de rinoceronte, ni las vesículas de oso, ni los penes de foca salen baratos. Como mínimo, te vaciarán el bolsillo a cambio de… nada. Poca o mucha superstición, pocas o muchas creencias erróneas, son un lujo que no nos podemos permitir.
Es preferible, ante la duda, confiar al azar tirando la moneda al aire y equivocarse uno mismo para después aprender de la experiencia, que utilizar el criterio de otros para evitar equivocarnos. (Pedro Jara Vera, psicólogo)
Digamos que tenemos propósito de enmienda, que queremos estar más alerta, cuestionarnos un poco más lo que otros nos cuentan que es «la verdad», o rebajar el exceso de confianza al que a menudo nos conduce nuestra propia percepción. Digamos que la próxima vez que alguien nos hable de los milagros de Lourdes tenemos la firme intención de hacernos preguntas parecidas a la que se hacía el desparecido Terenci Moix: ¿Qué pasa con las doscientas personas que han muerto en accidente de tráfico viajando a Lourdes en busca de un milagro? ¿El Señor quería aligerarle la agenda a Su madre? Habrá quien diga que sí, que era exactamente eso lo que sucedía. Él nos lo da, Él nos lo quita. Los escépticos y los que gustan de tener siempre más elementos de juicio, por su parte, necesitan argumentos contundentes para creer. Y no solo para creer en el poder curativo del agua bendita de manantial, también para dar por buenas (o por malas) las explicaciones de un presidente o conocer el verdadero destino de esos vecinos judíos a los que acaban de desalojar de sus casas en plena madrugada. «A afirmaciones extraordinarias deben seguirles evidencias extraordinarias», escribía Carl Sagan en El mundo y sus demonios; pero, ¿qué es lo que nos hace renunciar a esas afirmaciones extraordinarias? ¿Qué mecanismos se ponen en marcha o cuáles se detienen para que terminemos creyendo lo que no es así?
Ver algo donde no hay nada
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Miramos al cielo, al espacio, y creemos ver una cara en la superficie de la luna o una serie de canales en Marte. Las estrellas se agrupan en forma de carros, o de osos, o de arcos con sus flechas. Tenemos en la mano una patata frita con la silueta de Elvis, y eso tiene que significar algo. Y sí, significa algo. Significa que nuestro cerebro es una máquina de generar patrones y secuencias. Estamos predispuestos a ver orden y sentido en el mundo que nos rodea, y todo aquello que nos cuesta entender, el caos, lo que no parece tener sentido, nos produce desasosiego y frustración. Como consecuencia de esta compulsión por clasificar y etiquetar tendemos a ver orden donde no lo hay, detectamos patrones a los que otorgamos un significado o una explicación donde sólo están operando los dados con los que Dios practica en su casino.
Pero esta tendencia no es ni mucho menos una falla en nuestra cognición. De hecho, detectar patrones es precisamente lo que nos permitió bajar del árbol para llegar a ver en YouTube vídeos de discípulos de Jackass. Esa capacidad era básica para nuestros ancestros, a falta de registro alguno o de cualquier otro sistema de análisis. El problema es que el cerebro humano continua buscando (y encontrando) patrones ahora como hace medio millón de años, y ahora, a diferencia de hace medio millón de años, ni necesitamos ordenar con urgencia lo que nos rodea —en general todo está ya bastante ordenado y clasificado— ni carecemos, como el humano primitivo, de herramientas o estrategias analíticas. Confiamos demasiado en nuestro cerebro, como si aún tuviéramos que decidir, en cuestión de minutos, por dónde escapó la gacela.
Somos expertos en patrones y, sobre todo, somos expertos en explicarnos a nosotros mismos el porqué de esos patrones. En cuanto sospechamos que se está produciendo un fenómeno equis no nos cuesta demasiado dar con argumentos que lo sostengan. En palabras de Gilovich, «no tenemos ningún problema en dar solidez a nuestros errores de percepción con teorías de andar por casa». Si a alguien se le dice, aunque no sea cierto, que sus capacidades están por encima de la media, en cuestión de segundos desarrollará una explicación para sus dotes especiales. Lo mismo sucede si a esa persona le decimos que es mediocre; en ese caso armará toda una defensa de excusas y justificaciones. Por lo que parece, vivir consiste en explicar y justificar para dar coherencia a lo que creemos que es coherente (o dar incoherencia a lo que creemos que es incoherente). Todos somos maestros de la explicación y la justificación; no hay nada a lo que le dediquemos más tiempo. Si identificamos (erróneamente) un suceso arbitrario y azaroso como un fenómeno con una causa y un efecto, en ese momento deja de ser un hecho aislado y sin trascendencia para integrarse perfectamente con nuestras teorías y nuestras creencias previas. Ya forma parte, como decía Merton, de nuestra propia experiencia vital.
La necesidad de confirmación
Somos perezosos. En general, nos gusta que nos señalen la línea de puntos que tenemos que unir con el lápiz. Pensar y razonar es un ejercicio a veces más agotador que la zumba, por lo tanto es del todo comprensible buscar la salida más fácil, o más obvia. Teniendo en cuenta, además, como expone Gilovich, que la mayoría de creencias que llevamos en la mochila se basan en la relación entre dos variables —Dios existe o no existe, perder o ganar, la homeopatía funciona o no funciona—, ambos factores, el binario y la vagancia —y, como veremos más adelante, «querer creer»—, nos conducen a menudo a extraer conclusiones equivocadas a partir de escenarios o explicaciones que nos privan de buena parte de la información necesaria.
Se aferran con cabezonería a la idea de que la única respuesta que vale es un sí. Si me preguntan, «¿El número está entre cinco mil y diez mil?», y les respondo que sí, se ponen contentísimos; si les digo que no, se lamentan y se quejan, aunque en cualquiera de los casos les haya dado exactamente la misma cantidad de información. (John Holt, Why chilren fail)
El testimonio del pedagogo John Holt es revelador; desde niños ya mostramos una especial querencia por buscar evidencias confirmatorias. Cognitivamente, nos es más sencillo lidiar con ellas. A nuestro cerebro le vienen mucho mejor planteamientos como «El PP tenía una caja B» que un rajoyesco «No se puede decir el PP tuviera una caja B, pero algunas de las informaciones que apuntan a que la tenía no son del todo falsas». Y al dejarnos llevar por esta inercia sacamos de la ecuación preguntas capitales u obtenemos respuestas que nos ofrecen muy pocos datos. En última instancia, en lo tocante a las creencias erróneas, lo que la búsqueda incansable de confirmación, en detrimento de la búsqueda de refutación, hace con nosotros es conducirnos a detectar relaciones o correlaciones que en realidad no se están dando o se están dando solo en parte.
Ver mucho donde hay muy poco
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«Lo he visto con mis propios ojos», «Conozco a alguien a quien le funcionó», «Es muy habitual que eso suceda». Afirmaciones de este tipo casi siempre vienen a sustentar las creencias de alguien. «Tragar migas de pan cuando tienes hipo es mano de santo, porque a mí me lo quita siempre». Y según Gilovich, las convicciones basadas en ese tipo de afirmaciones no van del todo descaminadas. Esa clase de evidencias y testimonios deben aparecer en algún momento para que una idea o una sospecha pueda ser confirmada. Ahora bien, ¿son las «evidencias extraordinarias» de las que hablaba Sagan? Rotundamente no. Son evidencias pobres, testimonios de segunda, tercera o cuarta mano que nos llegan distorsionados, sesgados. La ciencia de cohetes no hubiera llegado muy lejos con argumentos como «Me hablaron de un señor polaco que, viajando a una velocidad cercana a la de la luz, percibió que el tiempo pasaba más despacio para él y mucho más rápido para todos los demás» (Albert Einstein, Academia Prusiana de las Ciencias, 1915). La calidad y la cantidad de información de que disponemos son básicas, pero la cantidad nunca puede compensar la falta de calidad como en aquel diálogo de Annie Hall:
—La comida era horrible.
—¡Y qué raciones más pequeñas!
Lo cierto es que no siempre somos capaces de calibrar cuánta cantidad de evidencia necesitamos para poder afirmar algo ni cuánta es la calidad de esas evidencias, y es por ello que podemos poner demasiado peso en datos o experiencias que nos dan una «ilusión de validez». Con un buen cóctel de pequeños indicios, no importa los vagos que sean, y algo de voluntad por creer, adaptaremos casi cualquier fenómeno a nuestra lógica personal. Y tendrá todo el sentido. Y de ese burro no nos bajará ni Dios, salvo que de verdad se nos presente delante y nos conmine a desmontar el rucio. La situación se agrava cuando, sencillamente, la información necesaria para validar o refutar nos es inaccesible. En ese momento, entre no creer y creer basándonos en la experiencia vital de nuestro vecino —¿por qué nos iba a mentir nuestro vecino?— optamos por creer.
Profecías autocumplidas
Una variante del «ver mucho donde hay muy poco» son las «profecías autocumplidas» que estudió Robert Merton; cuando «nuestras expectativas nos llevan a actuar de manera que cambiamos aquello que estamos observando». Gilovich aludía a este fenómeno a partir de un experimento, «El dilema del detenido»:
Se interroga por separado a dos personas que han cometido un crimen. Hay pruebas suficientes para condenarlos a ambos por delitos menores, pero no para llevar a buen puerto un juicio por los delitos más graves. A cada uno, entonces, se le ofrece la oportunidad de confesar. Si uno confiesa y el otro no lo hace, el confeso saldrá libre y todo el peso de la ley recaerá sobre su compañero. Si ninguno confiesa, las condenas de ambos serán moderadamente cortas. Si ambos confiesan, recibirán castigos algo más severos, pero nunca el más duro.
Llegados a este punto podemos volver a detenernos y pensar en cuál es nuestra mejor opción. ¿Confesar y «competir» con nuestro compañero, o aliarnos con él? Sin duda, confesar nos deparará una condena menor, haga lo que haga nuestro compañero. Y quizá confesemos porque no confiamos en la lealtad del otro, pero al actuar de esa manera estamos generando una «profecía autocumplida». Nuestro compañero, como vaticinábamos, confesará. Le hemos obligado a que lo haga para beneficiarse él también de un castigo más benevolente.
«El dilema del detenido» y las profecías autocumplidas nos sirven para explicar por qué a veces creemos ver en otras personas actitudes que no solo no estaban ahí sino que hemos provocado nosotros mismos. Si nos comportamos con hostilidad ante un vecino porque creemos que es quien nos raya el coche, recibiremos hostilidad y eso nos terminará de convencer de que, efectivamente, ese cabrón pasea su llave por toda la carrocería de nuestro flamante crossover. Además, sacaremos todo tipo de conclusiones acerca de él; es un envidioso, es mala gente, está amargado, solo puede permitirse un Dacia. Pero lo único cierto de todo esto es que, por razones que en realidad desconocemos, ese vecino no nos saludó el otro día al cruzarse con nosotros en el garaje. Las relaciones humanas están llenas de «profecías autocumplidas», de prejuicios, que en la mayoría de los casos son creencias erróneas.
Ver lo que esperamos ver / Ver lo que queremos ver
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Lo veré cuando lo crea. (Juego de palabras, Thane Pittman, psicólogo)
Si hemos creído en algo durante toda nuestra vida y durante toda nuestra vida nos hemos encargado de hacer acopio de argumentos que sostengan esas creencias lo lógico es que adoptemos una postura de total escepticismo ante observaciones o datos que cuestionen esas creencias y que aceptemos sin demasiados miramientos supuestas evidencias que las apoyen. De entre todas razones por las que nos entregamos a «lo que no es así» esta es la más humana de todas. Nuestras ideas, nuestras creencias, nuestros prejuicios, no solo forman parte de nosotros, son de nuestra propiedad y, como sucede con todo aquello que poseemos, llega a generarse un vínculo emocional entre la posesión y nosotros. Un sillón, una prenda de ropa, una idea. El «objeto» es indiferente. No nos deshacemos así como así de un sillón que nos gusta y nos parece cómodo ni de aquella camiseta que arrastramos por el barro en un festival de música y que nos hace recordar que una vez fuimos jóvenes y salvajes. Tampoco de una idea que nos hace sentir confortables o que nos sirve para explicar(nos) mejor el mundo que nos rodea y nuestra posición en él. En defensa de esas ideas veremos siempre lo que esperamos ver, o lo que queremos ver, y descartaremos lo que no queremos saber.
Un buen ejemplo de esta tendencia es el llamado «efecto Barnum», en honor al artista de circo P. T. Barnum, célebre por su afirmación «nace un pringado cada minuto». Este «efecto» se refiere a cómo personas totalmente distintas pueden aceptar la misma descripción de sí mismos —una descripción benevolente— siempre que crean que el diagnóstico es exclusivo. Algo como: «A veces eres extrovertido y sociable, pero otras veces te muestras más reservado. Conoces tus debilidades pero, en general, sabes sobreponerte a ellas. Te precias de decir siempre lo que piensas y de no dejarte influir por las opiniones de los demás». Sí, el «efecto Barnum» es la piedra angular sobre la que se erigen el negocio de la videncia, los horóscopos, y la psicoterapia barata. Tan poderoso es el impulso de querer creer que llegamos a creer cosas de nosotros mismos que, en el fondo, sabemos que nunca han estado ahí. Sobre todo si nos ofrecen una imagen mejor que la del espejo.
También vemos lo que queremos o esperamos ver cuando algo nos resulta un fastidio. O al contrario, cuando nos provoca algún tipo de placer o goce. Dicen que el teléfono siempre suena cuando uno está en la ducha, pero, ¿cuántas veces nos duchamos sin que suene el teléfono? A entrenador nuevo, victoria asegurada, pero, ¿cuántas veces ha llegado Clemente a un equipo y se ha llevado una manita y una pañolada? Las goleadas a Clemente en sus debuts pasan desapercibidas, no aguantan mucho en nuestra memoria. Las victorias, por otro lado, vienen a confirmar nuestra idea de que al cambiar de entrenador siempre se gana el siguiente partido, por lo que una victoria se nos grabará bien en la cabeza. Como se nos grabará el maldito sonido del teléfono importunándonos mientras estamos dando el do de pecho en la ducha. Nos interrumpe, nos incomoda, y ello deja la huella que no dejan todas las duchas de ayer, de hoy y de siempre que se desarrollaron sin incidentes, como las elecciones generales. Por razones similares, si creemos que nuestros sueños encierran profecías, que todos llevamos dentro un Nostradamus, solo conectaremos sueño y realidad en aquellas ocasiones en que algo de lo soñado parezca tener relación con algo que nos sucede, obviando los miles de sueños que nunca cristalizan en la muerte de alguien, o en un encuentro inesperado, o en esa canción que suena en el bar. ¿Por qué dejar que la abrumadora estadística trunque nuestras fantasías precog?
Bueno, pero… ¿Qué mal puede hacer?
Hasta aquí la mayoría de los mecanismos o los motivos por los que abrazamos creencias erróneas. Otros, como la poderosa influencia de los medios de comunicación y las redes sociales en la distorsión de conceptos o líneas enteras de pensamiento, o la fe ciega depositada en remedios y tratamientos «alternativos» o esotéricos, sean penes de foca o dióxido de cloro, no dejan de ser aplicaciones prácticas de todo lo expuesto. Y son esas aplicaciones prácticas por parte de terceros las que hay que tener en cuenta si alguien nos pregunta: ¿qué mal puede hacer creer en alguna tontería? Pero, ya lo comentábamos al principio, en ello nos va, como mínimo, la salud y el bolsillo. De todo eso, de cómo unos u otros se sirven de nuestra facilidad para abrazar creencias erróneas, nos ocupamos en la segunda parte de este artículo.